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Brasil es el hogar de la mayor cantidad de comunidades indígenas no contactadas en todo el mundo. Escondidos en las profundidades de la selva primigenia de la Amazonía, estos grupos representan la última frontera de una aparentemente inexorable conquista que comenzó con la llegada de los navegantes portugueses y españoles a las costas de Sudamérica a principios del siglo XVI.

La historia de la región amazónica de Brasil, como la de cualquier otra parte del continente americano, está llena de episodios de asesinatos masivos y brutalidad perpetrada contra sus habitantes nativos. Desaparecieron tribus enteras, muchas sin dejar rastro. De todas estas atrocidades, solo unas cuantas figuran en los recuentos oficiales, y casi nunca hubo castigo para los responsables.

Sin embargo, hace 30 años, Brasil dio un paso extraordinario para detener la marcha de esta funesta historia. Reconoció el derecho de sus indígenas a seguir sus estilos tradicionales de vida, incluido el de permanecer apartados de la sociedad moderna. También reconoció que requieren ríos y bosques intactos para sobrevivir como lo han hecho desde antes de la llegada de los europeos.

 

Con ese fin, el gobierno creó una unidad especial dentro de la Funai, su agencia de asuntos indígenas. Le encargaron a la unidad proteger esos territorios libres y asegurar la viabilidad de las comunidades indígenas que vivieran en ellas. A los agentes de campo, que antes buscaban perseguir a las tribus aisladas entre la maleza, se les asignó un nuevo papel: identificar los lugares donde vivían esas tribus y ser los encargados de puestos de control para bloquear intrusiones que pudieran amenazar el bienestar de las poblaciones nativas. Los derechos de estas tribus —y la obligación del gobierno de salvaguardarlos— se consagraron en estatutos, acuerdos internacionales y la Constitución de Brasil de 1988, que sigue siendo ley en ese país, por lo menos en papel.

No obstante, Brasil está dando marcha atrás rápidamente a esos compromisos. Los graves recortes de presupuesto para la Funai y el retiro forzado de sus funcionarios más experimentados en zonas remotas han provocado el abandono por parte del personal y el cierre de casi un tercio de los puestos de control que custodian el acceso a los territorios de las tribus aisladas de la Amazonía.

Ahora, los funcionarios brasileños están investigando una masacre que se cree tuvo lugar en agosto en una ribera en lo profundo de la Amazonía. La tribu que sufrió esta última atrocidad se conoce como los flecheiros, un grupo de cazadores-recolectores pocas veces avistado que vive en un aislamiento extremo en las tierras indígenas del valle de Javari, una de las reservas que son hogar de incontables poblaciones indígenas en la Amazonía.

Soy uno de los pocos foráneos que han visto a los flecheiros, aunque ellos estaban huyendo. Caminé por sus tierras en una expedición de diez semanas a través de los confines del valle Javari con la Funai en 2002. Había funcionarios y exploradores indígenas en una misión para protegerlos, quienes recolectaban información de sus campamentos abandonados y monitoreaban posibles amenazas a su territorio, pero evitaban el contacto directo con ellos.

Muchos de estos grupos no contactados se desprendieron de comunidades más grandes ahora asentadas, y sus culturas son conocidas entre los antropólogos y otros expertos. Sin embargo, los flecheiros han permanecido tan aislados que no conocemos su etnicidad, qué lengua hablan ni cómo se llaman a sí mismos.

Sabemos que son arqueros diestros que se han retirado a uno de los reductos más inaccesibles de la Amazonía, desde donde evitan todo contacto con el mundo exterior. Este último suceso explica ampliamente su decisión.

También es la señal más clara de que el fracaso de Brasil para mantener sus obligaciones constitucionales tiene consecuencias mortales. La tierra indígena del valle Javari ha sido un bastión seguro para los flecheiros y otros 15 grupos tribales aislados gracias a su accidentada topografía y las políticas establecidas para protegerlos. Hasta ahora.

El puesto de control del gobierno en el río Jandiatuba, donde se reporta que ocurrió la masacre, se cerró en 2014 debido a recortes de presupuesto. Desde entonces, máquinas de extracción de oro aluvial, operadas principalmente por bandidos itinerantes, han penetrado río arriba. Algunos de los buscadores de oro también se aventuran a cazar animales salvajes, y fue una esas partidas de caza la que se topó con los flecheiros. Al parecer, la reacción de los forajidos fue rápida y definitiva.

Si el puesto de control en el río Jandiatuba hubiera seguido en funcionamiento, es probable que este terrible encuentro se hubiera evitado. No habría máquinas de extracción de oro que saquean el Jandiatuba, uno de las principales vertientes que sostienen a los flecheiros ni cazadores que persiguen animales en lo profundo de su selva.

Cuando caminábamos por la prístina tierra natal de los flecheiros hace 15 años, encontramos muchas evidencias de que las políticas de Brasil estaban funcionando como debían: árboles de gran altura de donde escurrían lianas, arroyos cristalinos rebosantes de peces, una extraordinaria abundancia de pájaros y animales salvajes, así como una profunda sensación de seguridad que los flecheiros seguramente disfrutaban.

Esta estrategia fue idea de Sydney Possuelo, entonces un alto funcionario de la Funai y veterano de decenas de caminatas similares a través de las junglas brasileñas. Fue Possuelo, junto con varios de sus colegas, quien orientó a Brasil hacia una política ubicada en la confluencia entre los derechos humanos y la conservación ambiental. “Al proteger a los indígenas”, me dijo Possuelo mientras encabezaba nuestra expedición usando un mapa y una brújula, “también proteges vastas áreas de biodiversidad”. Estas políticas han hecho que Brasil fuera un ejemplo para otros países con sociedades tribales aisladas.

Ahora Brasil se encuentra en una encrucijada. Puede continuar con su lenta estrangulación de la Funai o puede hacer cumplir sus propias leyes y recuperar su estatura como guardián de su rica diversidad cultural y biológica.

Sería una vergüenza para el mundo —y para Brasil en particular— quedarse de brazos cruzados y observar, o bien fingir que no ven, cómo las fuerzas del lucro a corto plazo barren los últimos vestigios de la América precolombina de la faz de la Tierra.

FUENTE: THE NEW YORK TIMES