fbpx
VISITA NUESTRO
NUEVO SITIO WEB

 

 

 

 

Posts @IPDRS

La muerte y las amenazas no dejan de rondar por las casas palafíticas hechas en rústicas tablas de los resguardos wounaan nonam que se levantan sobre las orillas del río San Juan, junto a la espesa selva que une al Valle con Chocó.

Son designios de los mismos espíritus, como el del demonio Dosat. Pero muchos le temen menos a esta figura de su tradición oral que a los hombres armados que han acosado en los últimos cuatro años a diferentes comunidades a la orilla del San Juan, cuna de esta cultura indígena donde nativos habitan esparcidos entre ambos departamentos a lado y lado del río –unos 3.000 en la jurisdicción del Valle.

Cansados de los asesinatos y de las amenazas, 68 wounaanes desplazados que habían permanecido hacinados durante más de un año en albergues y casas de allegados en el casco urbano de Buenaventura decidieron regresar a su tierra para hacer frente a este nuevo demonio que se hacía presente en sus tierras. Y lo combatieron declarando al territorio de Santa Rosa de Guayacán, en la zona rural de este municipio vallecaucano, Resguardo Humanitario y Biodiverso.

Desde entonces, la condición para ingresar al resguardo es ser un ciudadano que promueva la convivencia y la paz. Instalaron vallas y carteles con los que visibilizaron su territorio y prohibieron el ingreso de cualquier actor armado. Sin embargo, la zona humanitaria, similar a la que existe en la cabecera municipal de Buenaventura contra las bandas criminales, que fue instaurada para dejar atrás los desplazamientos masivos y el miedo, vuelve a vivir bajo el temor de las agresiones.

“Hemos visto cadáveres en el San Juan. La presión es permanente, estamos solos. A pesar de que el resguardo es humanitario, algunos wounaanes hemos tenido que volver a desplazarnos, nos da miedo decir algo”, dijo un nativo que huyó de la zona.

Desde el 2010, según habitantes de Santa Rosa, los grupos armados ilegales –algunos de los cuales son ‘bacrim’– se han tomado el San Juan y la selva del Valle del Cauca y Chocó como corredores para el narcotráfico. Llegan a la zona y provocan desplazamientos de ese resguardo y de otros cuyos moradores han terminado en refugios improvisados en Buenaventura, en Cali, en la zona rural de Yumbo y, lo más lejos, en Bogotá, a donde en el último año llegaron más de 200 nativos.

Son regiones apartadas de sus orígenes ancestrales, de esas tierras con una diversidad de mundos míticos anclados en el Pacífico: el mundo del Dios padre o Maach Aai Pomaan Jêb; el de Ewandam Jêb, hecho hijo y quien creó al hombre que también tiene su mundo, y el de los Ãharmiã jeb, que viven bajo el suelo húmedo del litoral.

La Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y la ONG estadounidense Brigada Internacional de Paz (PBI), que apoyaron el proyecto de conformación de la comunidad de paz, también han venido denunciando desde el año pasado que paramilitares y bandas criminales hacen amenazas en Santa Rosa, así como en resguardos cercanos. “Hemos tenido que dejar todo tirado. Gallinas, pavos, perros... Nuestro territorio es nuestra vida. Es sagrado”, comentó el mismo indígena.

El crítico panorama, indican la Defensoría del Pueblo, la Comisión Intereclesial y la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (Ocha), se debe a disputas entre las bandas del ‘clan Úsuga’, como se reconoce a ‘los Urabeños’, y ‘los Rastrojos’, además de otros grupos armados por fuera de la ley en esta zona. Ocha, por ejemplo, ha reportado el desplazamiento de más de 1.100 wounaanes de la región.

A esta situación se suma la preocupación de líderes de Santa Rosa, entre ellos, Guímer Quiro, Orlando Chocho, Édgar García, Carlos Quintero y Enrique Ortiz, que han alertado sobre fumigaciones con glifosato, como la que denunció la Comisión el pasado 28 de julio. “Fumigan sobre la zona poblada en nuestro Resguardo Humanitario y Biodiverso, causando la muerte de decenas de gallinas y cerdos”, denunciaron los líderes.

En riesgo de desaparecer

Como la mayoría de los resguardos wounaanes, Santa Rosa de Guayacán está sobre el San Juan, donde su población vive de sembrar plátanos, bananos, maíz y papa china, y de elaborar el viche, el licor destilado de la caña de azúcar. Allí viven alrededor de 30 familias –unos 230 habitantes–, donde como es propio de su cultura, rinden tributo a las deidades de su mitología y a la madre Tierra.

Los wounaanes son uno de los 34 pueblos indígenas que hay en el país en riesgo de desaparecer, según la Corte Constitucional. En el Valle, de acuerdo con Nolberta Málaga, wounaan que hace cuatro años es el enlace entre la Gobernación de ese departamento y su comunidad para impulsar proyectos, solo quedan unos 3.000, concentrados en gran parte en el litoral.

Otros están desplazados en 30 de los 42 municipios del Valle, y los más de 200 que aún no se acostumbran a la fría Bogotá, donde en Ciudad Bolívar viven con más necesidades y añorando su selva natal. Según la Organización Regional Indígena del Valle del Cauca (Orivac), en el país hay entre 8.000 y 10.000 nativos de esta comunidad.

“A los indígenas nos da miedo y preferimos irnos”, comenta Wilson García, un nativo de Santa Rosa que ya perdió la cuenta del número de veces que los wounaanes se han desplazado a Buenaventura y a otras zonas con otras familias, pero con el deseo de regresar.

Málaga dice que apenas en el último año se terminó de configurar el plan de salvaguarda de los wounaanes, después de que la Corte Constitucional, en el auto 004 del 2009, advirtió de los riesgos de desaparición de esta comunidad y de la necesidad de implementar acciones para los desplazados, en cumplimiento de la sentencia T-025 del 2004.

Miedo contagiado

Los desplazados wounaanes del bajo San Juan, como lo constata la Defensoría del Pueblo, provienen de los resguardos Santa Rosa de Guayacán, Chachajo y Puerto Pizario, en el Valle, así de como de Taparalito, Orpúa, Papayo, Nuevo Pitalito, Aguaclara y Barsalito, estos seis últimos en Chocó.

De hecho, desde septiembre de este año empezaron a llegar wounaanes del Valle y Chocó al coliseo del barrio El Cristal, en Buenaventura, en busca de un refugio seguro.

Hoy hay más de 410 nativos que huyeron de sus tierras y montaron su albergue, apretujados en el escenario deportivo del puerto. Por este caso, el Juzgado Tercero Penal Municipal para Adolescentes de Cali ordenó suspender toda actividad en el coliseo para proteger a estas poblaciones. “Es una vergüenza para el Estado la situación indigna en que se mantiene a la población desplazada, particularmente a aquella en situación de mayor vulnerabilidad, como las comunidades indígenas”, dijo el defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora.

Hay quienes señalan que aunque quieran volver a sus territorios, no es posible, como el gobernador indígena Antonio Chichiliano, del resguardo Taparalito. “El año pasado hubo cuatro muertos de solo Taparalito. Nuestra tierra ya no existe. Allá en Taparalito hay de todo, paramilitares, guerrilla, de todo. No podemos volver”, dijo Chichiliano desde un salón de 12 metros de fondo por 6 de ancho que antes era un billar en el corregimiento San Marcos, en Yumbo, al norte de Cali.

En ese recinto de techo de teja con un solo baño, siete familias con 33 personas levantaron cambuches. Son desplazados, a 139 kilómetros por carretera desde Buenaventura y a más de 400 desde Quibdó, que han venido llegando desde el 2005 hasta el año pasado. La mayoría proviene de Taparalito y Nuevo Pitalito, en Chocó.

Uno de ellos es Érminson Chiripula, padre de tres hijos con edades entre 2 y 7 años, y quien espera el cuarto. Érminson asegura que llegó a la zona rural de Yumbo en agosto del 2013 después de que un año antes dejó su parcela donde sembraba yuca y papa para vivir con un hermano en Buenaventura.

Algunos wounaanes de Chachajo dijeron que el resguardo ha terminado aislado, como lo está Santa Rosa y otros por el río San Juan, donde sus moradores se ven obligados a cosechar en terrenos casi sobre las orillas del cauce. Ya no se internan en la selva como antes por temor a los desconocidos, algunos con fusiles y otros con armas de corto alcance.

Allí en Chachajo, Alirio Orpúa, el jaibaná que tiene el poder de comunicarse con los espíritus, no se desprende de su bastón para ahuyentar maleficios que provocan enfermedades. Su comunidad lo reconoce como un hombre aguerrido cuando se enfrenta al Dosat, pero prefiere ser cauto cuando se trata de esos desconocidos que suelen pasar por el río frente a las casas desde donde los wounaanes miran temerosos. Es el mismo miedo que sienten las familias de Santa Rosa. Pero a pesar de ese temor, gran parte sigue dispuesta a quedarse en su tierra, en cuya entrada un letrero advierte a los visitantes que los violentos no pueden ingresar.

CAROLINA BOHÓRQUEZ
Corresponsal de EL TIEMPO
Cali.