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Es una de las expresiones más virulentas del efecto mariposa de la historia de la agricultura. La aparición de trigo modificado genéticamente en una granja de Oregón (Estados Unidos) se ha transformado en una onda sísmica cuya magnitud aún se desconoce. Lo cuantificable es que en las planicies de ese Estado se investiga si crece el trigo transgénico. Son campos de cereales que el aire mece como un arpa de hierba. Pero, a pesar de su belleza, ese cereal no debería enraizar ahí. Está prohibido.

A esos parajes lo llevó (entre 1998 y 2005), al igual que a otros 15 Estados, Monsanto, el principal fabricante de semillas genéticamente modificadas del mundo. Aunque nunca obtuvo la aprobación del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), quien, por el contrario, sí permite el maíz, la soja o el algodón. Se supone que en 2005 la empresa había concluido sus pruebas de campo con una planta cuya singularidad es que incorpora un gen que le permite soportar el Roundup Ready, un potente herbicida formulado con glifosato que vende la propia Monsanto.

Pero, por sorpresa, se ha hallado una cepa de trigo alterado en Oregón. Y como primera medida, la Unión Europea y Taiwan han puesto bajo vigilancia las importaciones de trigo estadounidenses mientras que Japón y Corea del Sur las bloqueaban. “Es como el síndrome de las vacas locas y la carne”, advertía Tim Hannagan, analista de cereales de Walsh Trading en Chicago. Si la alteración genética se encuentra en otros Estados, las consecuencias económicas resultarían tremendas para este cereal y los agricultores. “Seguramente sería rechazado por casi todos los países que habitualmente lo importan”, aventura Mike Adams, editor de Natural News.

Por eso, Monsanto busca estos días con insistencia la respuesta a una sola pregunta: ¿cómo ha llegado hasta allí? La empresa habla de sabotaje o de accidente tras analizar 30.000 muestras de 50 variedades que representan el 60% del trigo blanco de Oregón y Washington. “Es un hecho aislado, que parece dirigirse hacia la mezcla accidental o premeditada de una pequeña cantidad de semillas durante la cosecha de la siembra o en el ciclo de barbecho de un campo individual”, declaraba la compañía a la agencia Reuters. En esta tesis incide, a través del correo electrónico, Carlos Vicente Alberto, responsable de Sostenibilidad en Europa y Oriente Próximo de Monsanto: “Nuestras evaluaciones internas sugieren que ni la semilla que queda en el suelo ni el flujo de polen de trigo sirven como una explicación razonable”. Y niega que el cereal haya entrado en la cadena comercial.

Habrá que esperar a los resultados de las pruebas. Pero estas declaraciones, con un evidente tono auto exculpatorio, buscan blindarse frente a posibles demandas multimillonarias por parte de los agricultores perjudicados por esta fuga.

Todos estos problemas empeoran la ya castigada reputación de una compañía que para muchos juega a ser Dios en el jardín de las casas del mundo. Es fácil entender de dónde procede esa animadversión. A Monsanto le debemos el Agente Naranja (el herbicida que deforestó la selva de Vietnam en los años sesenta) y la hormona sintética somatotropina bovina (la Unión Europea prohíbe la leche de vaca tratada con ella). ¿Cómo puede sobrevivir una compañía a este pasado? Es más. ¿Cómo le va tan bien?

En una década, la acción de Monsanto se ha revalorizado un 1.400%, tiene ahora mismo 2.500 millones de dólares (1.900 millones de euros) en caja para gastar; junto con Dupont y Syngenta controla el 53% del mercado mundial de semillas, y su presidente, Hugh Grant, aseguraba hace pocos días que este ejercicio espera “que los beneficios crezcan un 20%”. De hecho, los analistas de Goldman Sachs calculan que en 2015 la empresa de transgénicos facturará 17.422 millones de dólares (13.200 millones de euros) frente a los 13.516 millones actuales.

El negocio, para Monsanto, florece. A costa, eso sí, de una imagen pública marchita. Tanto que hace pocos días, las calles de 52 países vivían manifestaciones en contra de la firma y los alimentos transgénicos.

Un ruido que no frena a la empresa. Pues sigue con su estrategia de acordeón: crece con fuerza en mercados como América Latina y Estados Unidos, y se repliega allí donde su mala reputación les precede. De hecho, acaban de anunciar que no presentarán más solicitudes de patentes de sus semillas transgénicas en la Unión Europa. “No existe suficiente demanda de los agricultores, y esta tecnología no tiene una aceptación mayoritaria entre el público. Carece de sentido luchar contra molinos de viento”, avanzaba un directivo de Monsanto la semana pasada.

Sin embargo, la retirada de Monsanto plantea recelos. “Es falso que la compañía se vaya de Europa porque no ha retirado ninguna, de las muchas, patentes que tiene ya solicitadas. Quitarán algunas oficinas, pero se trata de un repliegue cosmético”, critica Juan-Felipe Carrasco, miembro de la consultora medioambiental Salvia, quien recuerda que la empresa ha comentado que se mantendrá en aquellos países en los que tenga “respaldo político”. Por ahora en Europa continental solo España y Portugal permiten su maíz (MON810) genéticamente modificado.

“Los europeos han hecho de los transgénicos, y del etiquetado de los productos, un tema político, y por eso Europa resulta un lugar difícil para que Monsanto haga negocios”, observa Darcey O’Callaghan, directora internacional de Food & Water Watch. De ahí su interés por Argentina, Paraguay, Uruguay o Brasil, donde el algodón, la soja y el maíz biotecnológico copan 65,3 millones de hectáreas.

En particular, la soja tiene un gran recorrido. Brasil, Argentina y Paraguay ya han aprobado su semilla transgénica Intacta RR2 Pro, resistente a varios lepidópteros. Sin embargo, el gran aldabonazo puede llegar si finalmente China aprueba la importación de Intacta. Sería abrir la puerta a Monsanto a un mercado donde solo crecen cuatro millones de hectáreas de cultivos transgénicos.