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 Henry Veltmeyer  

Una constatación obvia es que en Sudamérica la producción agrícola y pecuaria continúa expandiéndose, en particular aquella que está orientada a la exportación, sea en forma de materias primas agrícolas, alimentos o biocombustibles. El punto problemático está en que esto ocurre dentro de un contexto global marcado por el “boom de los commodities”, cuya principal causa radica en la demanda de China por materias primas. El impacto de China sobre las dinámicas asociadas con el extractivismo y la (re)primarización de las exportaciones se evidencia en el hecho de que este gigante asiático es el mayor inversionista en la región y hasta el 95% de tales inversiones están destinadas a la extracción de recursos naturales. Comparando esta cifra con el 40% de los Estados Unidos, el interés chino por materias primas es por demás enorme.

El auge de la agricultura de exportación queda inmerso dentro de procesos productivos que se asemejan a los que se observan en la minería y en los hidrocarburos. Se caracterizan por un proceso de acumulación de capital en el que la mayor parte de los beneficios están externalizados, mientras que los enormes costos se encuentran internalizados. A esta dinámica denominamos “agro-extractivismo”.

GOBIERNOS. Estos procesos ocurren bajo gobiernos latinoamericanos que se autodefinen como “progresistas” o de izquierda. Es una situación singular ya que, tradicionalmente, los partidos políticos de izquierda siempre denunciaron el extractivismo y las economías de enclave. Sin embargo, el extractivismo de hoy es de nuevo tipo y difiere en varios aspectos del que antes practicaban los regímenes neoliberales en la región bajo el Consenso Pos-Washington. Difiere porque enfatiza la necesidad de un desarrollo más inclusivo, es decir, crecimiento económico con reducción de la pobreza extrema.

Sin embargo, el extractivismo con estos atributos redistributivos conlleva nuevas contradicciones para el sector agropecuario y para las fuerzas de resistencia. Las contradicciones y los conflictos en ningún otro país son tan agudos como en Bolivia. El Gobierno boliviano se encuentra en la encrucijada de un gran dilema: ¿cómo promover un crecimiento económico en un grado y forma tal que permita alcanzar el “desarrollo nacional” o “desarrollo inclusivo” y, a la vez, asegurar el “Vivir Bien”, es decir, la solidaridad social y una relación de armonía con la naturaleza?

Para descifrar este dilema —y las contradicciones que contiene— es pertinente ofrecer algunas consideraciones para la discusión. Propongo reconstruir los elementos de transformaciones agrarias y rurales que en tiempos anteriores se conocían como la “cuestión agraria”.

Los procesos de transformación tienen relación con la “Nueva Geoeconomía” del capital en la región. Se trata de flujos de capital en forma de inversión extrajera directa (IED) destinados a la adquisición en gran escala de tierra y agua —proceso conocido como “acaparamiento”— para la extracción de recursos naturales. Es la respuesta a la demanda por commodities del mercado mundial. La escala de estos flujos de capital es enorme. Hasta 1990, el subcontinente sudamericano era receptor del 12% de las inversiones globales en el sector de minería pero hoy en día absorbe más del 40% de este tipo de inversiones.

Las consecuencias son varias y están relacionadas con las transformaciones recientes. Primero, la nueva geoeconomía ha acentuado el carácter de enclave de las economías de la región y, en consecuencia, agravó la tendencia a exportar el producto social en forma primaria y sin valor agregado. Segundo, ha promovido un modelo de desarrollo orientado a la extracción y despojo de la riqueza nacional que genera escasos beneficios para los países de la región y elevados costos, no solo para la sociedad y la naturaleza sino también para las economías nacionales. Se estima que un país que exporta sus recursos naturales recibe menos del 18% de su valor en el mercado mundial de minerales y metales, fuentes de energía (combustibles fósiles y biocombustibles) y productos agropecuarios. La situación es aún peor en el sector de la gran minería: en el caso de Bolivia, menos del 4,5% del valor se queda dentro del país y en México la misma cifra apenas alcanza al 1,2%.

MULTINACIONALES. La retórica a menudo está en contraposición a los datos y cifras. El mensaje es que si el extractivismo no es una bendición, al menos es una “oportunidad económica” que se debe aprovechar. El problema es que la mayor parte del valor total de las materias primas es expatriado para beneficiar a las compañías multinacionales en forma de tasas de ganancias extraordinarias que se mueven entre 35 a 60%. También los grandes operadores —commodity traders— cosechan y se benefician con 25 mil millones de dólares al año.

En el discurso político también se justifica este “negocio” en términos de la renta (tributación y regalías) que genera y permite a los gobiernos disponer de significativos ingresos fiscales adicionales para financiar inversiones públicas y programas sociales. Pero la justificación esgrimida no calcula y toma en cuenta los altísimos costos sociales y medioambientales. Mientras los beneficios son trasladados fuera de los países productores, los costos sociales y económicos se quedan y, la mayor parte, son asumidos o absorbidos por las comunidades y pobladores del campo que sufren los impactos negativos del extractivismo.

También el extractivismo genera altos costos políticos. Los acuerdos económicos entre agentes del capital global y gobiernos obligan a estos últimos a adoptar políticas que contradicen su compromiso con el pueblo o su plan soberano de asegurar el “Vivir Bien”. Ante intereses económicos coincidentes —más lucro para las transnacionales y más ingresos fiscales para los gobiernos— en muchos casos los gobiernos acaban posicionándose al lado del capital en su relación conflictiva con las comunidades que luchan para sobrevivir y protegerse de los impactos negativos del capitalismo en su forma extractiva. Por ejemplo, en Perú Ollanta Humala ordenó el despliegue de tropas militares en una zona de conflicto cercana a uno de los proyectos mineros más grandes del mundo: Minas Conga, en la región de Cajamarca. Esta acción provocó varios muertos y heridos entre los defensores de la naturaleza y del modo de vida de los campesinos de la región. De forma similar, el régimen posneoliberal de Rafael Correa persigue a los defensores del medio ambiente, quienes son calificados de “radicales” cuando sus protestas amenazan el proyecto de desarrollo nacional del gobierno ecuatoriano. En este último caso, el movimiento indígena acabó rompiendo todos sus lazos con el gobierno por haber éste traicionado su compromiso con el pueblo y, a pesar de la retorica antiimperialista, por favorecer al capital y por ser sumiso ante los inversionistas y las empresas multinacionales.

En este contexto global y regional, ¿cómo entender el caso de Bolivia? Para esto vale la pena mantenernos atentos a las discusiones que tendrán lugar en el seminario sobre “Recientes transformaciones agrarias en Bolivia” que organiza TIERRA, el 4 y 5 de noviembre en el Musef.